El aprendizaje que me dejó el maratón de Boston

Uno de los días más agresivos en cuanto a clima que pudo tener Boston, dejó muchas lecciones y aprendizaje para los corredores, Mariana Sánchez-Williams (@Im_coaching) nos cuenta los detalles de lo que vivió.

Nunca me imaginé ese escenario a pesar de recibir los correos donde nos advertían las inclemencias del tiempo; creo que ninguno de los corredores imaginamos jamás como sería en realidad.


Conforme iban pasando las horas se esfumaba la esperanza de que algo sucediera; de que el pronóstico cambiara, que mágicamente esa tormenta que habían anunciado se moviera hacia otro lugar y nos diera un poquito de sol.


El primer momento en el que pensé: ‘¿neta?’, fue llegando a la Expo un día antes, porque el frío ya se empezaba a sentir rudo y el viento era insoportable; confieso que lloré un par de veces ese día: lloré de impotencia, de no poder controlar el clima el día de la carrera de mis sueños, lloré de sentirme vulnerable y asustada, lloré de coraje, lloré porque no tenía idea de cómo iba a lograr hacer esto y no me quedó de otra más que echar mano de todos los mantras que me sé, recordar los meses de entrenamiento, echarme un buen clavado en mi baúl de memorias alentadoras y ¡confiar en el proceso!


Llegar a Boston es el sueño de muchos corredores y detrás del gran día hay tantas horas de horas entrenamiento, kilómetros acumulados, sonrisas, lágrimas, anécdotas y una larga lista de etc., que uno se hace expectativas tremendas, castillos en el aire e historias sobre arcoíris y unicornios donde el trayecto y la llegada a la meta son como sacados de un final de película.


Nada en Boston fue como lo imaginé

Ensayé  y preparé mi outfit con mucha anticipación, estudié la ruta como si me fueran a hacer un examen, vi videos, leí artículos, busqué feedback, atendí clínicas virtuales y completé un entrenamiento impecable pero nada me podría haber preparado para lo que nos esperaba la mañana del 16 de abril.

Toda esa magia de la que me habían platicado y la euforia de los corredores ¡no se parecían nada a la realidad!


Cuando salí del hotel rumbo a los camiones el clima ya era mortal, el viento soplaba fuertísimo y en la fila para tomar los autobuses parecía como si nos estuviéramos enlistando para ir a la guerra, la energía de todos era muy fuerte, había emoción pero muy contenida, se sentía más bien mucho nervio, susto y expectativa.

El trayecto rumbo a Hopkinton se siente eterno, había demasiado silencio en el camión donde traté de mantener la calma, repasar en mi cabeza mi estrategia de carrera (que obvio se fue a la goma muy al principio de haber arrancado), y aproveché los últimos minutos de estar calentita y seca para comerme mi bagel con crema de almendras y descansar.


Cuando finalmente llegamos al athletes village, la escena  era como la de un campo de concentración, como esas que ves en las películas; era prácticamente un lodazal en donde no podías dar un paso sin llenarte de lodo hasta los tobillos, la lluvia no dejaba de caer y la carpa donde supuestamente tendríamos tiempo de estirar, hidratarnos, descansar y convivir con otros corredores era otro lodazal donde ¡no cabía ni un corredor más!


No crean que estoy exagerando y no me malinterpreten, por supuesto que había en el corazón de todos esa emoción y energía que se siente antes de empezar un maratón pero todo era diferente; era una mezcla de euforia con nervios y absoluta incredulidad de lo que estábamos a punto de emprender bajo esas condiciones.


¡NUNCA DEJO DE LLOVER! Y muy al principio pensé que estaría divertido correr bajo la lluvia pero no contaba con los vientos que se sentían como si literalmente fueras a salir volando y el frío era insoportable, nos toco la tríada perfecta o imperfecta, pero nos tocó todo el combo y no había manera de dar vuelta atrás.


Siendo honesta nunca pasó por mi mente rendirme una vez sobre la ruta sabes que tienes que seguir, sabes que solamente poniendo un pie enfrente del otro vas a llegar a la meta.

No tuve en realidad oportunidad de disfrutar la ruta, de ver el paisaje o de distinguir cada pueblito; todo era gris y todo era lluvioso, todo se veía igual y no podía levantar mucho la cara porque el viento me golpeaba.


Como traía unos guantes de hule, que por cierto fueron mi salvación, tampoco tuve oportunidad de sacar mis audífonos para escuchar música así que el reto fue doble; fue escuchar mi respiración, contar mis pasos y repasar por mi mente una y 1000 historias para lograr mantenerme enfocada. Pensé en mi familia, en mis corredoras, en todos los kilómetros que llevaba para dedicar, canté un poquito en mi cabeza y después seguí enfocada en mi respiración, mi postura, en acordarme que estaba corriendo el maratón más preciado del mundo; tenía que echar mano de cualquier cantidad de recursos que me mantuvieran motivada y fuerte.


Me acordaba de sonreír porque he leído que cuando sonríes tu cuerpo se relaja y la verdad es que si funcionaba, una sonrisa de vez en cuando, un “gracias” a las pocas personas que estaban afuera empapándose para acompañarnos y alentarnos y una sonrisa otra vez, eso me ayudó a seguir y seguir y no parar.


Decidí muy pronto dejar de ver mi reloj porque no quería que la mente me traicionara, me di cuenta que para no parar tenía que estar enfocada; observaba a los corredores a mi alrededor, ¡era impresionante! La mayoría corriendo con impermeables, algunos, los que no se prepararon tanto, caminando tratando de soportar el frío, otros tantos pasaban corriendo rapidísimo como si nada y la gente, la energía de la ciudad, los oficiales, los voluntarios… ¡no había manera de rajarse!


Decidí que cambiaría mi historia pues en mi último maratón la mente me dominó y paré a caminar por trazos largos así que empecé a repetir en mi cabeza: “no voy a parar, no voy a parar, no voy a parar”; ¡para este momento ya no tenía idea cuál cuesta era cual! Pensé que todavía me faltaba llegar a la famosa y temible Heartbreak Hill cuando de pronto me topé con un letrero enorme que decía que ¡ya había terminado! Sonreí, lloré y seguí.


Durante todo el trayecto pasé por pensamientos como: «¿qué carajos estoy haciendo aquí?». Acompañados de, «soy una guerrera» y seguidos por un «no voy a poder con esto»,
más unos cuantos, «¡Claro que puedes dominar esta ruta!».

La mayor fuente de inspiración éramos nosotros mismos, vernos unos a los otros lograr conectar por segundos la mirada y saber que estábamos juntos en esto, que vivíamos algo épico nos estamos enfrentando a algo muy rudo, sin embargo todos seguíamos ahí.. Somos corredores y esta experiencia era la prueba más grande de lo fuerte que es el espíritu humano.


Boston nos regaló su peor día en décadas y de todos modos salimos a correr, Boston nos puso el reto más grande y de todas maneras nos presentamos en la línea salida, Boston nos revolcó, nos asustó, nos hizo creer que no podíamos y al final cruzamos esa meta y ¡nos colgamos el unicornio! Cuando finalmente llegué a la calle de Boylston, abrí todos mis sentidos para recibir la energía de los espectadores que gritaban como si fuéramos unos superhéroes, fue ahí donde me quebré cuando escuché los gritos de mi esposo que estaba esperándome unos metros antes de la llegada, lloré como una niña, abrí los brazos, grité como si estuviera conquistando la batalla más sangrienta y me entregué a la meta.


Boston era mío. Creo que sigo procesándolo, y ahora, a tres días de haberlo vivido, me siento en absoluta gratitud por haber vivido esta carrera épica porque después de Boston sé que soy capaz de dominar cualquier carrera.


Boston, quizá nos volvamos a enfrentar.

Uno de los días más agresivos en cuanto a clima que pudo tener Boston, dejó muchas lecciones y aprendizaje para los corredores, Mariana Sánchez-Williams (@Im_coaching) nos cuenta los detalles de lo que vivió.

Nunca me imaginé ese escenario a pesar de recibir los correos donde nos advertían las inclemencias del tiempo; creo que ninguno de los corredores imaginamos jamás como sería en realidad.


Conforme iban pasando las horas se esfumaba la esperanza de que algo sucediera; de que el pronóstico cambiara, que mágicamente esa tormenta que habían anunciado se moviera hacia otro lugar y nos diera un poquito de sol.


El primer momento en el que pensé: ‘¿neta?’, fue llegando a la Expo un día antes, porque el frío ya se empezaba a sentir rudo y el viento era insoportable; confieso que lloré un par de veces ese día: lloré de impotencia, de no poder controlar el clima el día de la carrera de mis sueños, lloré de sentirme vulnerable y asustada, lloré de coraje, lloré porque no tenía idea de cómo iba a lograr hacer esto y no me quedó de otra más que echar mano de todos los mantras que me sé, recordar los meses de entrenamiento, echarme un buen clavado en mi baúl de memorias alentadoras y ¡confiar en el proceso!


Llegar a Boston es el sueño de muchos corredores y detrás del gran día hay tantas horas de horas entrenamiento, kilómetros acumulados, sonrisas, lágrimas, anécdotas y una larga lista de etc., que uno se hace expectativas tremendas, castillos en el aire e historias sobre arcoíris y unicornios donde el trayecto y la llegada a la meta son como sacados de un final de película.


Nada en Boston fue como lo imaginé

Ensayé  y preparé mi outfit con mucha anticipación, estudié la ruta como si me fueran a hacer un examen, vi videos, leí artículos, busqué feedback, atendí clínicas virtuales y completé un entrenamiento impecable pero nada me podría haber preparado para lo que nos esperaba la mañana del 16 de abril.

Toda esa magia de la que me habían platicado y la euforia de los corredores ¡no se parecían nada a la realidad!


Cuando salí del hotel rumbo a los camiones el clima ya era mortal, el viento soplaba fuertísimo y en la fila para tomar los autobuses parecía como si nos estuviéramos enlistando para ir a la guerra, la energía de todos era muy fuerte, había emoción pero muy contenida, se sentía más bien mucho nervio, susto y expectativa.

El trayecto rumbo a Hopkinton se siente eterno, había demasiado silencio en el camión donde traté de mantener la calma, repasar en mi cabeza mi estrategia de carrera (que obvio se fue a la goma muy al principio de haber arrancado), y aproveché los últimos minutos de estar calentita y seca para comerme mi bagel con crema de almendras y descansar.


Cuando finalmente llegamos al athletes village, la escena  era como la de un campo de concentración, como esas que ves en las películas; era prácticamente un lodazal en donde no podías dar un paso sin llenarte de lodo hasta los tobillos, la lluvia no dejaba de caer y la carpa donde supuestamente tendríamos tiempo de estirar, hidratarnos, descansar y convivir con otros corredores era otro lodazal donde ¡no cabía ni un corredor más!


No crean que estoy exagerando y no me malinterpreten, por supuesto que había en el corazón de todos esa emoción y energía que se siente antes de empezar un maratón pero todo era diferente; era una mezcla de euforia con nervios y absoluta incredulidad de lo que estábamos a punto de emprender bajo esas condiciones.


¡NUNCA DEJO DE LLOVER! Y muy al principio pensé que estaría divertido correr bajo la lluvia pero no contaba con los vientos que se sentían como si literalmente fueras a salir volando y el frío era insoportable, nos toco la tríada perfecta o imperfecta, pero nos tocó todo el combo y no había manera de dar vuelta atrás.


Siendo honesta nunca pasó por mi mente rendirme una vez sobre la ruta sabes que tienes que seguir, sabes que solamente poniendo un pie enfrente del otro vas a llegar a la meta.

No tuve en realidad oportunidad de disfrutar la ruta, de ver el paisaje o de distinguir cada pueblito; todo era gris y todo era lluvioso, todo se veía igual y no podía levantar mucho la cara porque el viento me golpeaba.


Como traía unos guantes de hule, que por cierto fueron mi salvación, tampoco tuve oportunidad de sacar mis audífonos para escuchar música así que el reto fue doble; fue escuchar mi respiración, contar mis pasos y repasar por mi mente una y 1000 historias para lograr mantenerme enfocada. Pensé en mi familia, en mis corredoras, en todos los kilómetros que llevaba para dedicar, canté un poquito en mi cabeza y después seguí enfocada en mi respiración, mi postura, en acordarme que estaba corriendo el maratón más preciado del mundo; tenía que echar mano de cualquier cantidad de recursos que me mantuvieran motivada y fuerte.


Me acordaba de sonreír porque he leído que cuando sonríes tu cuerpo se relaja y la verdad es que si funcionaba, una sonrisa de vez en cuando, un “gracias” a las pocas personas que estaban afuera empapándose para acompañarnos y alentarnos y una sonrisa otra vez, eso me ayudó a seguir y seguir y no parar.


Decidí muy pronto dejar de ver mi reloj porque no quería que la mente me traicionara, me di cuenta que para no parar tenía que estar enfocada; observaba a los corredores a mi alrededor, ¡era impresionante! La mayoría corriendo con impermeables, algunos, los que no se prepararon tanto, caminando tratando de soportar el frío, otros tantos pasaban corriendo rapidísimo como si nada y la gente, la energía de la ciudad, los oficiales, los voluntarios… ¡no había manera de rajarse!


Decidí que cambiaría mi historia pues en mi último maratón la mente me dominó y paré a caminar por trazos largos así que empecé a repetir en mi cabeza: “no voy a parar, no voy a parar, no voy a parar”; ¡para este momento ya no tenía idea cuál cuesta era cual! Pensé que todavía me faltaba llegar a la famosa y temible Heartbreak Hill cuando de pronto me topé con un letrero enorme que decía que ¡ya había terminado! Sonreí, lloré y seguí.


Durante todo el trayecto pasé por pensamientos como: «¿qué carajos estoy haciendo aquí?». Acompañados de, «soy una guerrera» y seguidos por un «no voy a poder con esto»,
más unos cuantos, «¡Claro que puedes dominar esta ruta!».

La mayor fuente de inspiración éramos nosotros mismos, vernos unos a los otros lograr conectar por segundos la mirada y saber que estábamos juntos en esto, que vivíamos algo épico nos estamos enfrentando a algo muy rudo, sin embargo todos seguíamos ahí.. Somos corredores y esta experiencia era la prueba más grande de lo fuerte que es el espíritu humano.


Boston nos regaló su peor día en décadas y de todos modos salimos a correr, Boston nos puso el reto más grande y de todas maneras nos presentamos en la línea salida, Boston nos revolcó, nos asustó, nos hizo creer que no podíamos y al final cruzamos esa meta y ¡nos colgamos el unicornio! Cuando finalmente llegué a la calle de Boylston, abrí todos mis sentidos para recibir la energía de los espectadores que gritaban como si fuéramos unos superhéroes, fue ahí donde me quebré cuando escuché los gritos de mi esposo que estaba esperándome unos metros antes de la llegada, lloré como una niña, abrí los brazos, grité como si estuviera conquistando la batalla más sangrienta y me entregué a la meta.


Boston era mío. Creo que sigo procesándolo, y ahora, a tres días de haberlo vivido, me siento en absoluta gratitud por haber vivido esta carrera épica porque después de Boston sé que soy capaz de dominar cualquier carrera.


Boston, quizá nos volvamos a enfrentar.

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